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EL DESEO DEL ANALISTA

Rolando H. Karothy (2002)
 
Para avanzar en la conceptualización del deseo del analista resulta necesario efectuar una profundización en torno a la problemática de la Ley y su relación con la ética.

En una conferencia pronunciada en 1930, L. Wittgenstein afirmó que "(...) si un hombre pudiera escribir un libro de ética que realmente fuera un libro de ética, ese libro destruiría, como una explosión todos los demás libros del mundo".

Esta frase indica que se trata de la imposibilidad lógica de la proposición ética, imposibilidad que se desprende del hecho de que "el propósito de todos aquellos que han tratado alguna vez de escribir o hablar de ética (...) es arremeter contra los límites del lenguaje". "La ética está en el lugar de un imposible constitutivo, si fuera posible decirla o escribirla esto supondría la explosión del orden simbólico". Sería la suposición de que es posible decirlo todo, esto es, de crear un metalenguaje, de hacer existir el Otro del Otro. Así surgen los relativismos de los diversos sistemas éticos, "incapaces al parecer de elaborar un fundamento incuestionable".

Pero la historia de la ética presenta el intento de plantear una regla universal que pueda dar consistencia al Otro. El ejemplo paradigmático es el imperativo categórico de Kant. La pretensión de universalidad revela que el carácter de semblante del lenguaje es la causa del callejón sin salida en que desembocan las éticas tradicionales. El hecho de que "todo lenguaje carece de un significante último que diga lo verdadero de lo verdadero abre en Kant el camino hacia Freud".

Según el Marqués de Sade, la máxima del derecho al goce es la afirmación de un deber que excluye cualquier motivación por fuera de aquella que implica la propia orden terminante inherente a la máxima. Hay un punto común muy notable con el imperativo categórico: en ambos casos se trata del rechazo a lo patológico y la referencia a la forma pura de la ley. En este sentido son lo mismo Kant y Sade: rechazo a lo patológico y énfasis en el estatuto formal de la ley, en la forma pura de la ley. Es necesario reconocer en el imperativo sadiano el carácter de una regla universal ya que tiene la virtud de instaurar a la vez la expulsión de lo patológico y la forma de la ley.

Un ejemplo de un caso judicial desplegado en Canadá me permitirá abrir el juego. Se trata de un adolescente que vive desde temprana edad con su madre divorciada quien decide someterse a una intervención de cambio de sexo. Modificado su sexo y su estado civil esta madre –ahora un hombre– realiza un juicio de adopción de su hijo en tanto padre. El hijo da su consentimiento a esta adopción y el tribunal de Quebec da lugar a la petición. Un argumento del juicio merece ser señalado: "Según el niño, corroborado esto por la trabajadora social, para el niño, su madre ha muerto; él ha hecho su duelo".

Esta breve reseña permite pensar la importancia de la referencia a la Ley desde las nuevas doctrinas del transexualismo en su relación con los denominados derechos humanos.

La importancia de los universales

La idea del "todo" en el juicio universal aristotélico y kantiano, por definición, imposibilita considerar la existencia singular.

Cuando Aristóteles considera los enunciados particulares, afirmativos o negativos, da lugar efectivamente a lo que no es universal; pero lo que esconde es que la existencia misma de lo universal prescinde de que exista una cosa que pueda no responder a ello. Lacan lo dice así: "retengamos la paradoja de que sea en el momento en que ese sujeto no tenga frente a él ningún objeto cuando encuentra una ley".

En este sentido, el problema del sujeto en la ética y en la moral kantianas es que encuentra la ley cuando ya no hay ningún objeto que responda a esta ley, cuando no hay más puesta en juego del amor, de la sensibilidad, de las pasiones, del afecto por un amigo, de ningún objeto patológico, de ninguna pasión.

Cuando no tiene más ninguno de esos sentimientos es cuando descubre la ley pura.

Alguien criticó una vez a Kant y dijo que parecía tener las manos limpias pero el problema es que, en realidad, Kant no tenía manos. Pero si las tuviera no las tendría tan limpias porque lo que el filósofo de Königsberg, como Aristóteles, esconde con su tesis es que en función del Bien se podría matar a todo el mundo con el objeto de preservar el universal.

Kant representa la culminación de la ética que predica el universal y que tiene su conclusión dramática en distintos momentos pero particularmente en el terror posterior a la Revolución francesa, es decir, una experiencia política que no respetó la existencia en el intento de establecer el reino de lo universal.

Es cierto que el iluminismo deriva en la revolución francesa, pero ésta, a su vez, fue una política que, al fracasar, desemboca en el terror. El terror no fue más que el establecimiento de lo universal a pesar de la existencia. Para decirlo en términos políticos prácticos: si había alguien, cualquiera que fuere, que no cabía en el nuevo universal, se le cortaba la cabeza. Pero lo que en el mismo movimiento del terror se iba desplegando era que este tratamiento de guillotinar, aparentemente limitado en los comienzos a los enemigos de la patria (por ejemplo, a los aristócratas), después se usó con cualquiera. Esto significó el descubrimiento del horror: todos en última instancia podían ser iguales frente a la muerte, y el universal podía muy bien prescindir de la existencia de cualquiera. Es lo que sucede siempre en cualquier movimiento de masas que considera que no hay ningún límite a lo universal. Alcanza con recordar el nazismo o la masacre de Pol Pot en Camboya donde fueron exterminados millones de seres humanos en nombre de lo universal.

La ética de Kant sacrifica la particularidad del goce en función del imperativo universal.

El imperativo kantiano es igual que la operación sádica, puesto que el sádico también quiere someter a todo el mundo al universal de su goce. Ese es el punto en que los dos se encuentran. Mientras Kant quiere sacrificar por su ley a todas las existencias, el Marqués de Sade puede hacer pasar a todo el mundo al papel de víctima en nombre del universal de su goce, es decir, la máxima del derecho al goce.

Kant y Sade sacrifican la existencia, en el sentido de la singularidad, con las variantes correspondientes en los dos casos. Se nota así lo que se podría llamar la vertiente sádica de Kant pues sus "manos limpias" escondían en algún lugar un goce.

En Sade -caricatura de Kant- un término sensible o patológico en el sentido kantiano ocupa el lugar de lo incondicionado porque el universal sadiano no tiene por experiencia básica el respeto sino la blasfemia.

El libertino masculino no hace sólo de un placer singular el término único y precioso entre todos sino también en ese término único adquiere valor de incondicionado por el ultraje que inflige a todos los valores morales: "una sola gota de leche eyaculada por este miembro me es más preciosa que los actos más sublimes de una virtud que desprecio" " La gota de esperma es la joya que debe su precio al desprecio que asesta a las virtudes más sublimes". Así pues no hay placer sin una multitud de términos sacrificados y la palabra sacrificio siempre sale al encuentro de Dolmancé.

En Sade se trata de instaurar un régimen de igualdad en que cualquier individuo puede forzar a cualquier otro a gozar y de inscribir en la legislación la constancia de que ésa es la fuente de la igualdad política. Cualquier ciudadano equivale a cualquier otro porque todo hombre es un déspota cuando goza y la igualdad consiste en dejar que en todo gozador se desarrolla el despotismo del goce. Esto supone la intercambiabilidad absoluta de los ciudadanos gozadores, a imagen de la permutabilidad rigurosa de los órganos eróticos en las posturas libertinas.

La Ley y el deseo del analista


Lacan dice: "...el patíbulo no es la Ley. La Ley es otra cosa". La Ley es otra cosa porque está más allá del juego de recompensas y castigos; más allá de aquello que el significante articula, del deseo sometido a la metonimia significante. La Ley no está del lado del significante sino de la Cosa, se confunde con ésta porque es pérdida pura y originaria que impone incondicionalmente un "más allá del bienestar", el sacrificio de todo bienestar en nombre de la Ley. Así en tanto Cosa la Ley es causa de la división del sujeto porque le exige, más allá de toda búsqueda de placer, una entrega incondicional a ella misma, ese retorno a un origen oscuro que ilustra Edipo en Colona: "No nacer es la suerte que sobrepasa a todas las demás; pero una vez nacido, el volver lo más pronto posible al origen de donde uno ha venido es lo que procede".

La Ley antes de llenarse de contenido empírico es forma pura. Del lado de la Cosa no hay consistencia: la Cosa es la Ley en tanto instancia de la que procede la posibilidad misma de desear.

De Kant y Sade el psicoanálisis retoma un aspecto fundamental. Más allá de la posibilidad de desear- que hace de un objeto sensible un objeto deseado- está la Cosa. Esta es la pura falta que no es sustituto ni metonimia de nada distinto y previo a ella. Es la Cosa no condicionada a ninguna otra pues constituye lo incondicionado por excelencia, lo imposible de figurar, "fuera-significado" ("hors-signifié").

La escena final de La filosofía en el tocador en la que la madre es condenada al suplicio de la costura de su sexo muestra que Sade se somete a la Ley que indica la imposibilidad de hacer de la Cosa un objeto de deseo.

En el Seminario XI Lacan afirma que la ley moral no es más que ese deseo en estado puro, el mismo que conduce al sacrificio. La Ley moral es la Cosa indiferente que reclama el sacrificio del objeto de amor para hacer existir el Otro del Otro. Ese deseo puro equivale al imperativo categórico, incondicional, la voz sadiana del superyó obsceno y feroz.

Veamos ahora el deseo del analista. ¿Es un deseo puro? No. Es un deseo de obtener la diferencia absoluta. En la polémica Freud-Pfister se puede ilustrar esto: no es el deseo de conducir la transferencia a Dios, a la Cosa, a la in-diferencia absoluta; no es deseo de darle consistencia al Otro como la Cosa misma.

El deseo del analista es definido por Lacan como el deseo de la máxima diferencia en la medida que separa el Ideal del objeto. La ética del análisis consiste en que "allí donde eso era, el sujeto deba advenir" ("Wo es war, soll Ich werden") o, mejor: Wo es war, muss a werden, imperativo propio del analista.

El analista debe dejar advenir el objeto a para que el analizante lo pueda rechazar Se trata de un deseo producido en la operación analítica: implica la renuncia al goce y el des-ser. Cuando se opera en términos de goce está siempre en juego la recuperación. El lugar del analista está vaciado de goce pues ahí se trata siempre de operar con la pérdida, es decir, con la causa del deseo del Otro.

El deseo del analista desnuda la estructura misma del deseo, es decir, su sitio definido como hiancia ya que siempre se ubica en el intervalo: entre percepción y deseo, entre demanda y necesidad, entre enunciado y enunciación.

El posicionamiento del deseo del analista sólo puede considerarse advertido si esa advertencia implica un saber en hueco, es decir, un saber que no afirma nada de su objeto en términos positivos. La advertencia remite a la sustracción de la suposición de existencia del sujeto supuesto saber. No se trata tanto de que el sujeto supuesto saber no existe sino que el pasante no deja de "pasar" el saber sobre la inexistencia del sujeto supuesto saber. " Un deseo advertido de la inexistencia del sujeto supuesto saber no es deseo que haya sustituido un saber por otro, sino un deseo que se encuentra en otra relación con el saber".

"Para el analizante, el deseo del analista, que viene al sitio del deseo del Otro, no deja de ser un enigma, una x, en la medida en que el analista no responde a la demanda. Si el analista no responde a la demanda, no es en nombre de no se sabe qué virtud de la frustración, ni por un gusto intenso por las adivinanzas, sino efectivamente por una cuestión de estructura del deseo, a saber, porque el lenguaje viene a agujerear el ser de carne, y porque su demanda de articularse en significantes deja correr bajo ella un resto metonímico".

El imperativo "no ceder sobre el deseo" no puede ser concebido como un imperativo categórico porque es lo opuesto a la pretensión de establecer una premisa universal. "No ceder sobre el deseo "es hacer del deseo la marca de la imposibilidad de una proposición metalingüística que sostenga la idea de universo. La ética no se vocifera; se calla, no da preceptos": "Se anuncia una ética, convertida al silencio, por la avenida no del espanto sino del deseo". Es el deseo quien funda una ética del silencio como la única que podrá hacer surgir la palabra singular e imprevista allí donde el espanto evoca otro silencio: el que resultaría de la desaparición del orden simbólico por el intento de hacer existir el Otro del Otro.

No se trata de conducir el resto ineliminable de la transferencia hacia Dios para alcanzar la beatitud, el apaciguamiento, la apatía, que la cura de amor, esencialmente religiosa pretende lograr eliminando de este modo la posibilidad de amor, que disuelve en goce. El deseo del analista es más bien deseo de ocupar el lugar de ese exceso que en el encuentro amoroso constituye un resto ineliminable: "Si la transferencia es aquello que de la pulsión la demanda aparta, el deseo del analista es aquello que lo trae de nuevo".

La demanda como demanda de amor procura que la propia falta sea colmada ofreciéndose el sujeto al Otro como objeto que puede llenar la falta de éste. La perspectiva del amor es así el borramiento de la diferencia, la anulación de la singularidad, la fusión del Uno con el Otro en el linde de la locura.

La reintroducción de la pulsión por efecto del deseo del analista no excluye el amor; trata sólo de hacerlo soportable por medio de la obtención de la diferencia absoluta, diferencia que es la "que interviene cuando, confrontado al significante primordial, el sujeto viene en posición de sujetarse a él".

El análisis no pretende alcanzar la apatía del sujeto; "apuesta más bien a la posibilidad de que éste pueda sostener finalmente la posición de causa del deseo como salida frente al impasse del amor; porque si el amor excluye al deseo, éste no excluye al amor, puede más bien hacerlo soportable allí donde la imposibilidad de llenar la propia falta ofreciéndose al Otro como objeto que pueda colmar su falta lo constituye como paradigma de lo insoportable".

La existencia misma del psicoanálisis está ligada a esta imposibilidad del amor tal como se desprende de la pregunta que Freud le dirige a Pfister el 9 de octubre de 1918: "Respecto a la posibilidad de la sublimación hacia la religión, sólo me queda envidiarlo desde el punto de vista terapéutico. Pero lo hermoso de la religión desde luego no pertenece al psicoanálisis. Es natural que aquí, en la terapéutica nuestros caminos se separen y así puede continuar. Muy al margen, ¿por qué no fue uno de tantos piadosos quien fundó el psicoanálisis? ¿Por qué fue necesario esperar a un judío totalmente ateo?"
 
© 2002, Association freudienne internationale.
Publicado en Freud-Lacan.com