Los que queman los
libros
En Los logócratas
(Fondo de Cultura Económica), George Steiner ha reunido una
serie de ensayos sobre filósofos como Martin Heidegger y Walter Benjamin,
y un relato de ficción. A modo de anticipo, ofrecemos una conferencia
que el pensador pronunció en la Feria del Libro de Turín
George Steiner
Los que queman los libros, los que expulsan y matan
a los poetas, saben exactamente lo que hacen. El poder indeterminado de los
libros es incalculable. Es indeterminado precisamente porque el mismo libro,
la misma página, puede tener efectos totalmente dispares sobre sus
lectores. Puede exaltar o envilecer; seducir o asquear; apelar a la virtud
o a la barbarie; magnificar la sensibilidad o banalizarla. De una manera
que no puede ser más desconcertante, puede hacer las dos cosas, casi
en el mismo momento, en un impulso de respuesta tan complejo, tan rápido
en su alternancia y tan híbrido que ninguna hermenéutica, ninguna
psicología pueden predecir ni calcular su fuerza. En diferentes momentos
de la vida del lector, un libro suscitará reflejos completamente diferentes.
En la experiencia humana no hay fenomenología más compleja
que la de los encuentros entre texto y percepción, o, como observa
Dante, entre las formas del lenguaje que sobrepasan nuestro entendimiento
y los órdenes de comprensión con respecto a las cuales nuestro
lenguaje es insuficiente: la debilitade de lo nteletto e la cortezza del
nostro parlare.
Pero en este diálogo
siempre imperfecto -los únicos que pueden ser plenamente comprendidos
son los libros efímeros y oportunistas; son los únicos cuyo
significado potencial se puede agotar- puede haber una apelación a
la violencia, a la intolerancia, a la agresión social y política.
Céline es el único de nosotros que permanecerá, decía
Sartre. Existe una pornografía de lo teórico, incluso de lo
analítico, lo mismo que existe una pornografía de la sugestión
sexual. Las citas de libros supuestamente "revelados" -el libro de Josué,
la epístola de Pablo a los Romanos, el Corán, Mein Kampf,
el Pequeño Libro Rojo de Mao- son el preludio de la matanza, su justificación.
La tolerancia y el compromiso suponen un contexto inmenso. El odio, la irracionalidad,
la libido del poder leen deprisa. El contexto se evapora en la violencia
del asentimiento. De ahí el dilema profundamente enojoso y problemático
de la censura. Es sucumbir a la hipocresía liberal dudar que determinados
textos, libros o periódicos puedan inflamar la sexualidad; que puedan
llevar directamente a la mimesis, a la imitatio, hasta el punto de
dar a unas vagas pulsiones masturbatorias una concreción terrible
y una urgente necesidad de ser saciadas. ¿Cómo pueden justificar
los libertarios el torrente de erotica sádicos que inunda hoy nuestras
librerías, nuestros quioscos y la red? ¿Cómo defender
a esta literatura programática del maltrato a los niños, del
odio racial y de la criminalidad ciega con que se nos machacan los oídos,
los ojos y la conciencia? Los mundos del ciberespacio y de la realidad virtual
se saturarán de programas gráficos y revestidos de una pseudoautoridad,
de las sugestiones de ejemplos validadores de la bestialidad hacia otros
seres humanos, hacia nosotros mismos (la recepción, el disfrute del
trash, de la basura, es automutilación del espíritu).
¿Está equivocado totalmente el ideal platónico de la
censura?
Por el contrario, los libros
son nuestra contraseña para llegar a ser lo que somos. Su capacidad
para provocar esta trascendencia ha suscitado discusiones, alegorizaciones
y reconstrucciones sin fin. Las implicaciones metafóricas del icono
hebreo-helenístico del "Libro de la vida", del "Libro de la Revelación",
de la identificación de la divinidad con el Logos, son milenarias
y no tienen límites. Desde Súmer, los libros han sido los mensajeros
y las crónicas del encuentro del hombre con Dios. Mucho antes de Catulo
ya eran los correos del amor. Por encima de todo, con algunas obras de arte,
han encarnado la ficción suprema de una posible victoria sobre la
muerte. El autor debe morir, pero sus obras le sobrevivirán, más
sólidas que el bronce, más duraderas que el mármol:
exegi monumentum aere perennius [he hecho un monumento más
perenne que el bronce]. La polis que celebra Píndaro perecerá;
la lengua en la que la celebra puede morir y tornarse indescifrable. Pero
a través del rollo de papel, a través del elixir de la traducción,
la oda pindárica sobrevivirá, seguirá cantando desde
los labios desgarrados de Orfeo mientras la cabeza muerta del poeta baja
por el río hasta el país del recuerdo. Una concha puede inmortalizar.
Al traducir a Villon, Thomas Nashe había escrito: a brightness
falls from her hair [un resplandor sale de su cabello]; el impresor isabelino
se equivocó y escribió: a brightness falls from the air
[un resplandor sale del aire], ¡que se ha convertido en uno de los
versos talismánicos de toda la poesía en lengua inglesa!
El encuentro con el libro, como con el hombre o la mujer, que va a cambiar
nuestra vida, a menudo en un instante de reconocimiento del que no tenemos
conciencia, puede ser puro azar. El texto que nos convertirá a una
fe, nos adherirá a una ideología, dará a nuestra existencia
una finalidad y un criterio, podría esperarnos en la sección
de libros de ocasión, de libros deteriorados o de saldos. Puede hallarse,
polvoriento y olvidado, en una sección justo al lado del volumen que
buscamos. La extraña sonoridad de la palabra impresa en la cubierta
gastada puede capturar nuestra mirada: Zaratustra, Diván Oriental
y Occidental, Moby Dick, Horcynus Orca. Mientras un texto sobreviva,
en algún lugar de esta tierra, aunque sea en un silencio que nada
viene a romper, siempre es capaz de resucitar. Walter Benjamin lo enseñaba,
Borges hizo su mitología: un libro auténtico nunca es impaciente.
Puede aguardar siglos para despertar un eco vivificador. Puede estar en venta
a mitad de precio en una estación de ferrocarril, como estaba el primer
Celan que descubrí por azar y abrí. Desde aquel momento fortuito,
mi vida se vio transformada y he tratado de aprender "una lengua al norte
del futuro".
Esta transformación es
dialéctica. Sus parábolas son las de la Anunciación
y la Epifanía. ¡Conocemos tan mal la génesis de la creación
literaria! No tenemos, por así decirlo, ningún acceso a la
posible neuroquímica del acto de imaginación y sus procedimientos.
Hasta el borrador más informe de un poema es ya una etapa muy tardía
en el viaje que conduce a la expresión y al género performativo.
El crepúsculo, el "antes del alba" y las presiones a la expresión
que se ejercen en el subconsciente son casi imperceptibles para nosotros.
Más concretamente: ¿cómo es posible que unas incisiones
sobre una tablilla de arcilla, unos trazos de pluma o de lápiz, muchas
veces apenas visibles en un trozo de frágil papel, constituyan una
persona - una Beatriz, un Falstaff, una Ana Karénina - cuya sustancia,
para innumerables lectores o espectadores, excede a la vida misma en su realidad,
en su presencia fenoménica, en su longevidad encarnada y social? Este
enigma de la persona ficticia, más viva, más compleja
que la existencia de su creador y de su "receptor" -ese hombre o esa mujer
¿son tan bellos como Helena, tan complejos como Hamlet, tan inolvidables
como Emma Bovary?- es la cuestión fundamental, pero también
la más difícil, de la poética y de la psicología.
La imagen clásica ha sido la de la creación divina, la de Dios
haciendo el mundo y el hombre. Explícitamente o no, se ha entendido
al gran escritor y al gran artista como un simulacrum del decreto
divino. Con frecuencia, se ha sentido rival amargo o amante de Dios, su competidor
en el acto de la invención y la representación. Para Tolstói,
Dios era "el otro oso del bosque", al que había que hacer frente,
con el que había que luchar. Toda la metáfora de la "inspiración",
tan antigua como las Musas o como el soplo de Dios en la voz del vidente
o del profeta, es un esfuerzo para dar una razón de ser a las relaciones
miméticas entre la poiesis sobrenatural y la poiesis
humana. Con una diferencia capital. El problema de la creación divina
ex nihilo ha sido debatido en todas las grandes teologías
y en todos los grandes relatos mitológicos del misterio del comienzo
(incipit). Hasta el escritor más grande entra en la casa de
un lenguaje preexistente. Puede, dentro de unos límites muy estrictos,
añadirle neologismos; puede, como Pascoli, tratar de insuflar una
vida nueva a las palabras "muertas", incluso a lenguas muertas. Pero no forma
su poema, su obra teatral o su novela "de la nada". En teoría, cada
texto literario concebible está ya potencialmente presente en la lengua
(de ahí la fantasía borgesiana de la biblioteca total de Babel).
No por eso dejamos de seguir sin saber nada de la alquimia de la elección,
de la secuencia fonética, gramatical y semántica que produce
el poema perdurable. Y con el abandono progresivo, hoy, de la imagen de la
creación divina, del concetto de la inspiración sobrenatural,
nuestra ignorancia se hace mayor.
En el otro lado de la dialéctica,
las cuestiones son casi igualmente desconcertantes. ¿Cuál es,
exactamente, el grado de existencia de un poema o una novela que no se lee,
de una obra teatral que jamás se representa? La recepción,
aunque sea tardía, aunque sea por una minoría esotérica,
¿es indispensable para la vida de un texto? Si es así, ¿de
qué manera lo es? El concepto de lectura, concebido como un proceso
que revela en lo fundamental una colaboración, es intuitivamente convincente.
El lector serio trabaja con el autor. Comprender un texto, "ilustrarlo"
en el marco de nuestra imaginación, es, en la medida de nuestros medios,
re-crearlo. Los más grandes lectores de Sófocles y
de Shakespeare son los actores y los directores de teatro que dan a las palabras
su carne viva. Aprender de memoria un poema es encontrarlo a mitad de camino
en el viaje siempre maravilloso de su venida al mundo. En una "lectura bien
hecha" (Péguy), el lector hace con él algo paradójico:
un eco que refleja el texto, pero también que responde a él
con sus propias percepciones, sus necesidades y sus desafíos. Nuestras
intimidades con un libro son completamente dialécticas y recíprocas:
leemos el libro, pero, quizá más profundamente, el libro
nos lee a nosotros.
Pero ¿cuál es
la razón de lo arbitrario, de la naturaleza siempre discutible de
estas intimidades? Los textos que nos transforman pueden ser, desde un punto
de vista tanto formal como histórico, trivia. Como un estribillo
de moda, la novela policíaca, la noticia ligera, lo efímero
puede hacer irrupción en nuestra conciencia y huir a lo más
profundo de nosotros. El canon de lo esencial varía de un individuo
a otro. Hay en la adolescencia textos maestros que son ilegibles más
tarde. Hay libros repentinamente redescubiertos en la escena literaria o
en la vida privada. La química del gusto, de la obsesión, del
rechazo, es casi tan extraña e inaprensible como la de la creación
estética. Seres humanos muy próximos entre sí por sus
orígenes, por su sensibilidad y por su ideología pueden adorar
el libro que se detesta, pueden juzgar kitsch lo que se considera
una obra maestra. Coleridge hablaba de los "átomos ganchudos" de la
conciencia, que se entremezclan de manera imprevisible; Goethe hablaba de
las "afinidades electivas"; pero no son más que imágenes. Las
complicidades entre el autor y el lector, entre el libro y la lectura que
hacemos de él, son tan imprevisibles, tan vulnerables al cambio, y
están tan misteriosamente arraigadas como las del eros. O, tal vez,
como las del odio, pues hay textos inolvidables, que nos transforman y que
acabamos odiando: yo no soporto ver el Otelo de Shakespeare en el
teatro ni puedo enseñarlo, pero la versión de Verdi me parece,
en muchos aspectos, la más coherente, un milagro humano.
La paradoja del eco vivificador
entre el libro y el lector, del intercambio vital hecho de confianza recíproca,
depende de ciertas condiciones históricas y sociales. El "acto clásico
de la lectura", como he tratado de definirlo en mi trabajo, requiere unas
condiciones de silencio, de intimidad, de cultura literaria (alfabetismo)
y de concentración. Faltando ellas, una lectura seria, una respuesta
a los libros que sea también responsabilidad no es realista.
Leer, en el verdadero sentido del término, una página de Kant,
un poema de Leopardi, un capítulo de Proust, es tener acceso a los
espacios del silencio, a las salvaguardias de la intimidad, a un determinado
nivel de formación lingüística e histórica anterior.
Es tener asimismo libre acceso a útiles de comprensión como
diccionarios, gramáticas y obras de alcance histórico y crítico.
Desde los tiempos de la Academia ateniense hasta mediados del siglo XIX,
muy esquemáticamente, dicho acceso era la definición misma
de la cultura. En mayor o menor medida, éste fue siempre el privilegio,
el placer y la obligación de una élite. Desde la biblioteca
de Alejandría hasta la celda de San Jerónimo, la torre de Montaigne
o el despacho de Karl Marx en el British Museum, las artes de las concentración
-lo que Malebranche definía como "la piedad natural del alma"- han
tenido siempre una importancia esencial en la vida del libro.
Es una banalidad constatarlo: estas artes, en nuestros días, están
muy erosionadas; se han convertido en un "oficio" universitario cada vez
más especializado. Más del ochenta por ciento de los adolescentes
americanos no saben leer en silencio; hay siempre como telón
de fondo una música más o menos amplificada. La intimidad,
la soledad que permite un encuentro en profundidad entre el texto y su recepción,
entre la letra y el espíritu, es hoy una singularidad excéntrica,
que resulta psicológica y socialmente sospechosa. Es inútil
detenerse a hablar del hundimiento de nuestra enseñanza secundaria,
sobre su desprecio del aprendizaje clásico, de lo que se aprende de
memoria. Una forma de amnesia planificada prevalece ya desde hace
mucho tiempo en nuestras escuelas.
Al mismo tiempo, el formato
del libro en sí , la estructura del copyright, de la edición
tradicional, de la distribución en librerías, están,
ustedes lo saben mejor que yo, en plena transmutación, hasta en plena
revolución. A partir de ahora, los autores pueden atender a sus lectores
directamente por la internet y pedirles que entren en comunicación
directa con ellos (es así como se ha "publicado" todo el último
John Updike). Cada vez se leen más libros on line, en la pantalla
de la computadora, o se consultan en la red. Ochenta millones de volúmenes
de la Biblioteca del Congreso, en Washington (no) están (ya) disponibles
(más que) por medios electrónicos. Nadie, por bien informado
que esté, puede predecir lo que sucederá con el concepto mismo
de autor, de textualidad, de lectura personal. Sin ninguna duda, estas evoluciones
son maravillosamente excitantes. Suponen liberaciones económicas y
oportunidades sociales de primera importancia. Pero también van acompañadas
de profundas pérdidas. De manera creciente, los libros escritos, editados,
publicados y comprados "al estilo antiguo" pertenecerán a las "bellas
letras" o a lo que en alemán se denomina, peligrosamente, la Unterhaltungsliteratur,
la "literatura fácil". De manera creciente, la ciencia, la información,
el saber en todas las formas se transmitirán, registrarán y
encargarán por medios electrónicos. Las fracturas, ya grandes
en nuestra cultura y en nuestras letras (alfabetismos), se harán más
hondas.
De ahí la extrema importancia de esta Fiera, de esta feria
del libro en la orgullosa villa de Alfieri y de Nietzsche. Más que
nunca necesitamos al libro, pero los libros, a su vez, nos necesitan a nosotros.
¿Qué privilegio más bello que el de estar a su servicio?
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Traducción: María Condor
Fonte: La Nación, 8 de abril de 2007.
1- El 4 de febrero de 1989, una proclama del ayatolá Ruhollah Khomeini,
emitida por Radio Teherán, condenó a muerte al escritor Salman
Rushdie. En las calles de Irán se quemaron entonces ejemplares de
Los versos satánicos, la novela del autor sentenciado, que produjo
un estallido de intolerancia religiosa